Hacía poco había una reseña sobre este efecto. La verdad, me pareció un tanto absurdo, pero como pasa con muchas cosas, cuando lo vives en tus propias carnes no te queda más remedio que rendirte a la evidencia.
El efecto Ikea fue descrito por el psicólogo Dan Ariely, de la Universidad de Duke. Éste, realizando unas investigaciones con expertos de Harvard y Yale sobre el comportamiento de los consumidores llegó a una conclusión que puede resultar paradójica: los productos que requieren de cierto esfuerzo por parte del comprador adquieren más valor para él. Es decir, si tenemos que trabajar para montarlo, estaremos incluso dispuestos a pagar más.
A priori parece no tener mucho sentido. Cualquiera pensaría: "ya que voy a pagar, que me lo den hecho", ¿no? Pues no. Es como cuando te venden una prenda o accesorio con un logo de la empresa que ha producido el susodicho objeto que ocupa más que él, con el que vamos como un hombre/mujer anuncio, y no sólo renunciamos a cobrar por el servicio, sino que encima pagamos por él. Y cuanto más grande el logo, mejor. Así somos.
El caso es que yo acababa de leer sobre esto un par de días antes y de pronto, sin haberlo planificado, me encontré en la situación. No podía ser más sencillo: un carrito. 8 tubos, 10 tornillos y 6 tuercas. No hay que ser ingeniero para montar esto... ¿O sí?
Reconozco que yo muy mañosa no soy, pero cuando los tornillos no entran en el hueco diseñado para ellos (y dado que sólo hay un hueco y un tornillo, la posibilidad de haberme equivocado no era una opción), está claro que la cosa no empieza bien.
Tras casi 1 hora de lucha (8 tubos, 10 tornillos y 6 tuercas era imposible que dieran para tanto) el carrito estaba montado. Y bien montado. Al menos era igual que el que había visto en la tienda. Cierto es que algunos tornillos estaban más fuera que dentro y que no tengo muy claro cuánto tiempo se mantendrá en pie, pero al final, es un carrito con pinta de carrito. Y no sobró ninguno de los tubos, tornillos o tuercas.
Y ahí estaba yo. Delante de mi carrito que ya de inicio no es que me apasionara (no habíamos encontrado nada mejor que se adaptara a nuestras necesidades de tamaño y funcionalidad), toda orgullosa de mi obra. Parecía que había montado la Torre Eiffel yo solita, tornillo a tornillo. Tuerca a tuerca, con el sudor de mi frente.
Y es que al final va a ser cierto que cuando algo nos cuesta, aunque el resultado no sea el óptimo, el orgullo y la satisfacción que sentimos son difícilmente superados por otra cosa que, aunque objetivamente mejor, no ha requerido ningún esfuerzo por nuestra parte.
Por eso, cuando hacemos algo con nuestras propias manos, aunque parezca realizado por un niño en la guardería para el día del padre, no podemos evitar sentir cierto orgullo. Es algo similar a lo que ocurre con la disonancia cognitiva que se produce cuando hemos tomado ya una decisión, nos hemos aferrado a ella y ahora no hay quien cambie de opinión (si no lo recordáis, podéis consultar el post: Bajarse del burro).
Y esto, como todo, tiene sus ventajas e inconvenientes. Si queremos disfrutar de verdad de algo tendremos que remangarnos y ponernos físicamente manos a la obra con ello. Pero también es cierto que podemos perder la perspectiva y, empeñarnos en dar demasiado valor a cosas que sólo lo tienen por un efecto psicológico relacionado con el orgullo sentido inicialmente cuando nuestra autoestima se incrementó al sentirnos "expertos" en algo. Básicamente: estar incrementando el valor real de algo por la sensación subjetiva de que "si costó mucho (en esfuerzo) es que vale mucho".
Personalmente, y teniendo en cuenta que no salió tan barato, la próxima vez intentaré que venga montado no vaya a ser que aunque se me esté desmoronando no quiera deshacerme de él por el excesivo valor que le adjudico.