"El único egoísmo aceptable es el de procurar que todos estén bien para que uno esté mejor" (Jacinto Benavente)
Se supone que las Navidades son la época del año en la que incrementan los buenos deseos y las muestras de cariño entre los seres humanos. Algo que, a juzgar por las noticias, parece que escasea bastante. Ver un rato los informativos acaba con la fe en la Humanidad del más optimista de los mortales. Pero la realidad es que, aunque sea de vez en cuando, el ser humano también es capaz de sorprender con verdaderas muestras de altruismo.
De hecho, pese que aparentemente las personas no parecemos muy altruistas, los estudios muestran que la compasión es un sentimiento innato. Puede que luego se vaya perdiendo esa capacidad para desear que los demás dejen de sufrir a causa de nuestro modo de vida. No tener tiempo para nada ni nadie, la competitividad que nos lleva a querer superar a los que nos rodean... nos hacemos más egoístas, nos generan la idea de que para sobrevivir hay que ir a lo nuestro. Todas estas ideas van poco a poco endureciendo nuestro corazoncito hasta convertirlo en una gran piedra.
Pero aun siendo así, también se ha comprobado que la compasión puede entrenarse y desarrollarse como cualquier otra habilidad. Y hacer esto no sólo beneficia a los que nos rodean. Tiene, sobre todo, ventajas para nosotros mismos. Diversos estudios, como el llevado a cabo por Chuck Raison en la Universidad de Emory, han demostrado que la simple práctica regular de la meditación en la compasión genera respuestas neuroendocrinas que mejoran la respuesta inmunológica y nos hacen más resistentes al estrés.
Además, la práctica de la compasión tiene un efecto "contagioso". Cuando se presencian acciones altruistas las personas se sienten más propensas a ayudar a los demás, generándose una espiral de buenas acciones.
Entre otros, estos son los beneficios que nos puede reportar:
Así que, aunque las Navidades hayan acabado, nunca es tarde para practicar la compasión.