Una historia del lejano Oeste nos hace reflexionar sobre un mundo futuro lleno de máquinas inteligentes y con sentimientos
Desde la aparición de los primeros ordenadores, el tema de la inteligencia artificial ha sido algo que ha interesado tanto en la realidad como en la ficción.
Máquinas inteligentes, de un modo u otro, capaces de percibir su entorno y de llevar a cabo diferentes acciones para poder resolver con éxito un objetivo o tarea. Demasiado interesante como para no despertar las inquietudes de científicos y escritores.
Tenemos multitud de ejemplos, HAL 9000, la computadora inteligente que aparecía en la novela de 1968 de Arthur C. Clarke, 2001 "una Odisea en el Espacio", llevada al cine por Stanley Kubrick. Tiempo después, este director regreso sobre el mismo tema en la película "Inteligencia Artificial" que, tras su muerte, rodó Steven Spielberg.
Otro ejemplo famoso, esta vez real, son las diferentes versiones de la supercomputadora Deep Blue que fue programada por IBM para vencer a Gary Kaspárov, campeón del mundo de ajedrez.
En la actualidad se puede chatear con un chatbot sin que la gente se percate de que está hablando con un programa, de tal modo que se cumple la prueba de Turing como cuando se formuló: «Existirá Inteligencia Artificial cuando no seamos capaces de distinguir entre un ser humano y un programa de computadora en una conversación a ciegas».
R2D2 y C3PO de la "Guerra de las Galaxias", los replicantes de "Blade Runner" o el sistema operativo del que se enamora el actor Joaquin Phoenix en la película "Her", todos son ejemplos de autómatas creados por el hombre, con el objetivo de poder interactuar con ellos y que le sirvan de ayuda. En algunos casos, creaciones tan perfectas, tan humanas, que nos permiten mostrar sentimientos hacia ellos.
Adentrándose en esta idea nació "Westworld" una serie de la cadena americana HBO que nos habla de un parque temático poblado por lo que ellos llaman anfitriones, autómatas con un altísimo grado de similitud con los humanos. Tanta, que es imposible distinguirles de nosotros.
Estos autómatas viven en un bucle, con unas historias programadas como sus propios recuerdos y con unas rutinas que les llevan a formar parte de las tramas que se les asignan y de las que forman parte todos los moradores de este mundo inventado, pero que para ellos es la vida real.
Su percepción de la realidad es la misma que la nuestra, y no son conscientes de ser otra cosa que un humano más: sufren, ríen, lloran, muestran y sienten afecto por sus amigos y parientes, pueden seguir una conversación y son capaces de improvisar y actuar según se desarrolle cualquier situación. Lo único que no pueden hacer es dañar a un humano, pero sí pueden dañarse entre ellos.
Todo está creado para que los visitantes del parque puedan disfrutar de una experiencia absolutamente real y, dependiendo de sus deseos y de su implicación, pueden vivir desde un apasionado romance con la hija de un granjero local, convertirse en el héroe de una aventura al atrapar a unos peligrosos forajidos o cometer los más atroces crímenes. Todo está permitido en este mundo donde la única barrera que existe es la propia moralidad.
En la serie se dice que al visitar el parque y dar rienda suelta a los propios deseos en un mundo sin leyes, uno descubre su propia personalidad.
Y es que en la actualidad, no conocemos máquinas tan reales que muestren o procesen sentimientos, motivaciones o una autoconciencia. Pero, ¿qué pasará si en algún momento la tecnología nos permite disponer de ellas?
¿Máquinas? Sí, pero humanas en cierto modo. ¿Deberíamos tratarlas como máquinas, cómo humanos o quizás como algo intermedio?
En ese momento aparecerá el debate ético y moral, mientras tanto podemos fabular sobre ello y disfrutar de esta serie, sobre un futuro, quizás no tan lejano, que nos invita a reflexionar sobre las máquinas y sobre nosotros mismos.