La culpa es un sentimiento que nos acompaña en muchas ocasiones. Si aprendemos a gestionarla bien, puede ayudarnos a madurar.
Llevo desde el año 1998 entrenando a personas en comunicación efectiva y asertividad y cada día aprendo de las experiencias que los participantes comparten en la formación. Al principio yo era muy "moderna" e "inculcaba" a los participantes la creencia de que la culpa es algo de lo que debemos librarnos, un sentimiento desadaptativo, algo que nos daña. Recurrentemente en los cursos se abría un debate sobre lo difícil que era quitarse la culpa de encima por una mera instrucción mental "ya no voy a sentirme culpable". Algo se resistía en el alma de la gente, incluida la mía.
En la vida constantemente tomamos decisiones que ponen nuestras necesidades y objetivos por encima de los de otros, sencillamente elegimos ser sanamente egotistas y decir "primero yo". Es legítimo, siempre que no agredamos a otro, pero aún así a menudo sentimos culpa. Tiene sentido si se mira con detenimiento. Permanecer fiel a normas implícitas y patrones propios de los sistemas sociales a los que pertenecemos asegura la pertenencia, aunque sea a costa de nuestra individualidad. Optar por nuestra individualidad pone en riesgo la pertenencia así que es normal que nos agite e inquiete y que tengamos un control interno que es la culpa. Las personas a menudo no somos conscientes de nuestras lealtades a nuestros sistemas sociales. Por ejemplo, en el caso de la familia de origen, qué sucede si mis padres trabajaron duro, vivieron siempre en una lucha intensa por la supervivencia debido a las carencias que pasaron y ahora yo, que podría disfrutar de un mayor bienestar, ocio y calidad de vida, experimento, sin lógica alguna, una especie de malestar, mala conciencia o como lo queramos llamar cuando puedo disfrutar de todo eso.
En definitiva, nos falta serenidad para vivir el presente y el futuro cuando esto implica romper las normas del pasado, algo nos sujeta más a ellas que a la realidad y a la oportunidad que tenemos delante. Aquí la solución sería pedirles interiormente a aquellos a los que amamos que nos den su "bendición" si vivimos, actuamos y sentimos de otro modo distinto al que imperaba en el sistema que compartíamos. Si por ejemplo mi madre fue una persona sufriente y luchadora le puedo decir interiormente "Mamá dame tu bendición si me permito estar alegre y disfrutar la vida". No hace falta decírselo directamente, comenzaremos a sentir ese "permiso" que el alma necesita sólo con dejar que esta frase trabaje dentro de nosotros.
Sin embargo, en otras ocasiones causamos un daño objetivo a otros, les agredimos, por acción, por ejemplo, con un insulto, u omisión, por ejemplo faltando a un compromiso. Actuamos como verdaderos perpetradores. Todos tenemos un perpetrador dentro, tenemos baja empatía, nos vinculamos solo a medias, nos aprovechamos del amor que nos tienen o de la vulnerabilidad ajena. Eso no nos convierte en malas personas, es sólo un papel que jugamos más a menudo de lo que creemos, es una respuesta ante la falta de amor experimentada en el pasado, es una reacción a las heridas antiguas. Preferimos dañar a otros, poner la venda antes que la herida, cualquier cosa antes que volvernos a vincular vulnerablemente, ya sabemos lo que duele.
Da igual de donde venga la culpa, el caso es que eso de decirte "ya no me sentiré culpable" no alivia, más bien agita e inquieta a las personas. Su corazón se resiste a recibir eso que suena tan cabal y de sentido común. Necesitamos llevar nuestra culpa, nos hace falta ese peso para caminar con dignidad por la vida.
¿Cómo se lleva la culpa con dignidad? La respuesta es compensando en lugar de expiando. Expiamos nuestra culpa cuando nos dañamos de formas más o menos conscientes, nos autosaboteamos, nos tratamos mal, estropeamos las cosas, nos autolimitamos. Es como si necesitáramos ser castigados y ya que nadie nos castiga nos encargamos nosotros.
Existe otra posibilidad que es compensar esa culpa, es decir, asumirla como propia, imaginarnos que caminamos por la vida con ella al lado y que eso nos convierte en adultos que ya no son inocentes, ya tomaron decisiones, ya hirieron y, claro está, fueron heridos, en definitiva, ya actuaron y usaron su fuerza.
La culpa nos da libertad y madurez si invertimos su energía en el futuro, en nuevos proyectos, nuevas parejas, nuevas actitudes. Así por ejemplo, la nueva familia, formada por la pareja y los hijos, si existen, toma prioridad sobre la familia de origen. Lo nuevo debe vivir. Por ejemplo los hijos no debemos devolver a los padres, no debemos vivir nuestra vida mirando hacia ellos con culpa. Está claro que jamás devolveremos lo que nos dieron, fue tanto... esa deuda no puede ser saldada. Por lo tanto sólo podemos compensarla dando mucho a nuestros hijos o a nuestro proyecto de vida en caso de no desear crear una familia. Así las cosas encuentran equilibrio y el río de la vida sigue hacia adelante.