El dolor es necesario, pero sólo en su justa medida. Más allá de soluciones médicas, hay cosas que podemos hacer para mitigarlo.
Todos tendemos a evitar el dolor. Como cualquier otra forma de sufrimiento, hacemos todo lo posible por evitarlo. ¿A quién no le gustaría vivir sin dolor?
Pero el dolor es necesario. De hecho, vivir sin dolor es, en el fondo, una condena. Así lo pueden certificar las personas que sufren el síndrome de Riley-Day, una enfermedad que se caracteriza por, entre otros síntomas, una incapacidad para sentir dolor físico y detectar cambios de temperatura. Las personas que sufren de insensibilidad congénita al dolor, lejos de sentirse afortunados, viven un infierno, constantemente enfrentados a enfermedades y lesiones que pueden desencadenar una muerte prematura.
Y es que el dolor no es más que un sistema de alerta que tiene el cuerpo para avisarnos de un peligro o de algo de lo que debemos huir o un problema al que debemos poner remedio lo antes posible. Es una herramienta adaptativa que nos permite ponernos en alerta y tomar las medidas adecuadas ante situaciones peligrosas para nuestra integridad física.
Pero una vez que la alarma se ha disparado y ya estamos avisados, el sufrimiento resulta innecesario, por lo que cualquier forma para mitigarlo es bienvenida.
Si el dolor resulta siempre desagradable, más lo es cuando tenemos que cumplir con las exigencias laborales que no nos permiten reducir el ritmo. Un dolor de cabeza o de espalda, por muy leve que sea, convierte la jornada laboral en un verdadero suplicio. Y, del mismo modo, tampoco resulta fácil seguir trabajando si nos encontramos mal.
Obviamente, hay casos en los que la gravedad de la situación nos va a obligar a acudir al médico o, incluso, coger una baja. Pero para muchas otras ocasiones, simplemente reducir un poco las molestias supone una gran diferencia.
Un aspecto interesante respecto al dolor es que hay muchos factores que influyen en cómo experimentamos el mismo. Resulta complejo saber si algo me duele a mí más o menos que al vecino y seguramente también en muchos casos también es irrelevante. Lo interesante es saber qué podemos hacer (más allá de inflarnos a pastillas) para reducir esas sensaciones desagradables que no nos inhabilitan pero sí nos complican el día a día. Porque si bien es cierto que el dolor es real y proviene casi siempre de lesiones o enfermedades reales, la intensidad del mismo es, en muchos casos, producto de nuestro comportamiento.
Estos son algunos de los aspectos que influyen considerablemente en la experiencia de dolor: