Un viajero que cruzaba unas tierras inhóspitas y salvajes se topó con un río infranqueable.
El hombre se dio cuenta inmediatamente de que estaba en un serio apuro porque, por un lado, las aguas eran profundas y turbulentas, batidas por una corriente violenta que habían arrancado el único puente que había en muchos kilómetros; pero por si esto fuera poco, la orilla en la que se encontraba atrapado resultaba terriblemente peligrosa: abundaban allí los lobos y los bandoleros, la tierra era pantanosa y no había nada que comer.
El viajero, tras varios días agazapado entre las ramas de un árbol, exhausto y hambriento, tuvo de pronto una idea que le hizo saltar de júbilo: haría una balsa. Trenzaría ramas y juncos, las ataría con los jirones de su ropa y se lanzaría al río. La corriente era fuerte, es cierto, pero él remaría con los brazos y las piernas y, aunque fuera arrastrado muchos kilómetros río abajo, en algún momento conseguiría llegar sano y salvo a la otra orilla.
Y eso fue exactamente lo que hizo. A toda prisa confeccionó una frágil balsa con la que se aventuró entre las aguas sucias y salvajes. Y tras mucho remar, mucho temer, mucho rezar y mucho sufrir, consiguió llegar a la otra orilla.
El hombre, presa de una alegría y un agradecimiento que cualquiera de nosotros podrá entender, abrazó la balsa, besó sus enmarañadas ramas y la apretó contra si:
-¡Gracias a ti he salvado la vida! - decía ¡He salido del mayor aprieto en que jamás me haya encontrado! ¡A partir de ahora te llevaré siempre conmigo para salvar todas las dificultades que me encuentre!
Y diciendo esto, el hombre la cargó pesadamente sobre su espalda y continuó fatigosamente su camino, llevándola siempre consigo, a través de llanuras, montañas y desiertos. Y por más que el sudor le cegara la vista y sus piernas temblaran bajo el enorme peso, él nunca la soltó.
A voz de pronto, y visto desde la distancia, la decisión adoptada por el viajero se nos antoja del todo absurda. Absurdo que desde fuera es fácil ver, pero que si miramos hacia nosotros igual es posible que encontremos algunas decisiones equiparables. Cuántas balsas no vamos arrastrando cada uno. Este tipo de decisiones son más frecuentes de lo que creemos.
Cada uno afrontamos a lo largo de nuestra vida multitud de problemas, y cuándo encontramos las soluciones lo que hacemos es cargar con la balsa para poder cruzar el rio la próxima vez. Esta decisión por absurda que parezca tiene una parte de coherencia, ya que es humanamente imposible ensayar una solución distinta para cada problema. Una vez que encontramos un método para cruzar el río, tendemos a aplicarlo de manera automática y repetitiva.
Sin embargo, la cosa se complica cuando nos empeñamos en usar la misma balsa para distintos ríos o incluso cuando no hay un rio por medio. A veces obviamos que lo que toca, es un nuevo análisis de la situación, y que por muy eficaz que hayan sido soluciones anteriores, tal vez haya que dejar atrás lo ya hecho y construir una nueva balsa.
Entramos en fechas de reflexión, análisis, propósitos y compromisos, buen momento para plantearnos: ¿cuántas balsas vamos arrastrando?. Lo que en un momento nos salvó, puede que ya no nos sirva.