Si hace poco hablábamos de la dificultad para cambiar hábitos escudados en la frase "A mí nunca me pasará", ahora nos centramos en lo que pasa si, finalmente, nos ocurre la desgracia que pensábamos que jamás tendría que ver con nosotros y nos preguntamos "¿Por qué a mí?".
Indudablemente la vida no trata igual a todo el mundo. Hay personas más y menos afortunadas. Pero lo que también es cierto es que, en la mayoría de los casos, las cosas no son blancas o negras. Todos tenemos épocas mejores y épocas peores; momentos de gloria y batacazos importantes. Y en muchos casos, la clave está más en cómo vemos y aceptamos lo que nos sucede.
Este año se cumple el 30 aniversario de una de las grandes plagas que ha afectado a la Humanidad: el SIDA. 30 años después del descubrimiento de los primeros casos de esta enfermedad, aún seguimos sin una cura ni una vacuna pero, al menos, sí parece que la medicación está resultando bastante útil para paliar sus efectos devastadores y alargar la vida de los pacientes con una cierta calidad de vida.
Más allá de los efectos físicos demoledores de esta enfermedad, si por algo se ha caracterizado ha sido por el estigma social asociado, que ha llevado a que los afectados tuvieran que soportar, además del dolor y el miedo a una muerte casi segura, soledad, marginación y falta de apoyo social.
En este marco, quiero compartir una de esas respuestas que, personalmente, a mí me impactó. Que demuestran el valor de una persona en lo más amplio de su significado: el valor para enfrentarse a una dura realidad, el valor de una persona que demuestra mucha más integridad y fuerza que el resto de los mortales, el valor de un ganador en lo bueno y en lo malo. Seguramente, una expresión de por qué llegó donde llegó.
Arthur Ashe es considerado uno de los mejores tenistas de la historia. Ganador de tres Grand Slam, llegó a ser segundo de la ATP.
Aunque nacido en Estados Unidos, había luchado contra las políticas del Apartheid en Sudáfrica, pero sin ninguna intención de convertirse en un símbolo.
Comunicó en 1992 a la prensa que era portador del VIH. Se había contagiado tras una transfusión en una operación de corazón. Dedicó su último año de vida a concienciar sobre la importancia de la prevención y a intentar eliminar el estigma asociado a la enfermedad.
Una de sus fans le preguntó en una ocasión: "¿Por qué crees que Dios te ha escogido para sufrir esta enfermedad?". Ésta fue su contestación:
"En el mundo, 50.000.000 chicos comienzan a jugar al tenis, 5.000.000 aprenden a jugarlo, 500.000 aprenden tenis profesional, 50.000 entran al circuito, 5.000 alcanzan a jugar un Grand Slam, 50 llegan a Wimbledon, 4 a las semifinales, 2 a la final. Cuando estaba levantando la copa nunca le pregunté a Dios: ¿Por qué a mí? Y hoy con mi enfermedad, no debería preguntarle: ¿Por qué a mí?".
Y es que, si cuando las cosas nos vienen de cara raramente nos paramos a analizar la suerte que tenemos, a disfrutarlo y agradecer a quien corresponda (en función de las creencias y situaciones de cada cual) los buenos momentos que nos proporcionan. Por el contrario, sí tenemos una increíble facilidad para lamentarnos y quejarnos de nuestras desgracias.
Hace unas semanas tuvimos la oportunidad de ver a otro de los grandes del tenis, Rafa Nadal, tras ganar su sexto Roland Garros, dar "gracias a la vida" por haber conseguido llegar a donde está. Yo me pregunto, ¿en qué medida esa actitud agradecida le ha ayudado a llegar a la cima?
Muchos de nosotros no hemos llegado donde él, pero seguro que somos bastante afortunados por tener una vida que, seguro, no es nada mala. Y si no estamos teniendo suerte, ¿cuánto de lo malo depende de cómo vemos e interpretamos los acontecimientos que nos suceden?
Como se suele decir, sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena, y cuando luce el sol, en muchos casos no disfrutamos de él. Desde luego, hay que ser de una pasta especial para, como Ashe, reconocer que los truenos llegaron tras muchos días soleados y que ahora sólo queda sacar el paraguas.