Lo políticamente correcto es hablar de igualdad pero, a mi modo de ver, tanta igualdad nos resta un valor importante: la riqueza de las diferencias.
A base de diferencias se ha construido el mundo. La evolución se ha producido sumando diferencias: una habilidad más desarrollada, una pequeña mutación que nos hacía más competitivos, alguien que se adapta mejor aquí y otro que lo hace allí...
Yo soy mujer y, por tanto, supuestamente igual al hombre. Bueno, yo no me considero igual; ni mejor ni peor. Sólo distinta. De hecho, me considero distinta a las demás mujeres porque, ¿realmente alguien es igual a otra persona?
La realidad es que, en términos generales, todos nos resistimos a sentirnos uno más. Los que tienen que llevar uniforme, por ejemplo, se resisten a ello y/o buscan formas de mostrar su personalidad (un adorno, una forma diferente de colocarse un pañuelo, una joya, un peinado característico...). Algo que de algún modo les distinga del resto.
Y es que en el fondo, a todos nos gusta ser nosotros mismos.
Lo que nos cuesta más es aceptar que los demás también son "ellos mismos". Nos cuesta aceptar que otras personas tienen otros gustos, otras ideas, otros valores, otras creencias...
Aunque difícilmente ninguno de nosotros nos consideramos poco tolerantes, cuántos no habremos utilizado en algún momento expresiones como: "Esa música es... (y un adjetivo descalificativo)", "No sé cómo puede ver esa clase de películas", "¿Pero quién puede comprar un libro de....?", "Hay que ser idiota para... (sustituir por "ir", "votar"; "comprar", "pensar", "creer", etc.)"
En nuestra cabeza parece que lo ideal es que todo el mundo pensara como nosotros, que le gustara lo mismo, que valorara lo que nosotros valoramos, que despreciara lo que no nos gusta....
¿Realmente sería tan idílico un mundo así? Intenta imaginarlo por un segundo: todos vestidos igual, escuchando la misma música, conduciendo el mismo coche del mismo color, dirigiéndonos al mismo restaurante... ¿Cuántos platos distintos habría para elegir si a todos nos gusta comer lo mismo? ¿Cuántos partidos políticos existirían si todos pensamos igual? ¿Cuántas obras de arte podríamos contemplar si todos nos expresáramos igual? ¿Y si todos trabajaríamos en lo mismo? ¿Qué sería de la creatividad? ¿Y de la capacidad de decisión?...
Sólo de pensarlo me agobio. Pero, si a nadie le gustaría un mundo así, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que otro piense, sienta, viva de otra manera? ¿Por qué tendemos a juzgar sin conocer? ¿Por qué estamos tan seguros de que lo nuestro es lo correcto? Sobre todo, ¿por qué nos es tan difícil aceptarlo cuando no nos salpica?
Vivir según los gustos, intereses, creencias de otro puede ser molesto pero si sus preferencias y costumbres no me afectan, ¿por qué pensar en hacerlas desaparecer? ¿Por qué descalificar a alguien porque no comparta mis gustos u opiniones? ¿Por qué empeñarnos en eliminar la riqueza de las diferencias?
EL CHINO Y EL ARROZ Una mujer estaba poniendo flores en la tumba de su esposo, cuando vio a un hombre chino poniendo un plato con arroz en la tumba vecina. La mujer se dirigió al chino y le preguntó: -"Disculpe señor, ¿de verdad cree usted que el difunto vendrá a comer el arroz? -"Sí", responde el chino, "cuando el suyo venga a oler sus flores..."
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