¿Podemos vivir sin tecnología?
A medida que uno crece y va sumando año tras año empieza a también a darse cuenta de las diferencias que existen entre la tecnología actual y la que recuerda de los años de su infancia. Pero, ¿podríamos dejar de lado todas las nuevas comodidades que conocemos y volver a vivir como entonces?
Cuando uno es pequeño, no puede dejar de oír de padres y abuelos frases tales como: “Si a tú edad hubiese tenido estos adelantos tecnológicos me hubiese sido mucho más sencillo estudiar” o “si mi abuelo levantase la cabeza se asustaría de lo cambiado que esta el mundo”.
Recuerdo que en su día fui una de las personas de mi entorno que más me costó adaptarme al nuevo mundo de la telefonía móvil, eso de estar siempre localizable (que a día de hoy me parece una maravillosa ventaja) me parecía una gran invasión en mi vida, y, al fin y al cabo ¿para qué era necesario, si durante toda mi niñez y adolescencia no he dejado de quedar con mis amigos utilizando un teléfono fijo?
Si a ello le sumamos la aparición de internet, la mensajería por móvil, el correo electrónico, las redes sociales y demás ventajas que nos ofrecen los aparatos electrónicos de última generación resulta innegable que en un corto periodo de tiempo hemos cambiado en muchas facetas nuestra manera de comunicarnos con la gente que nos rodea. Y aunque es cierto que estos cambios ofrecen ventajas tales como la inmediatez o la capacidad de poner en contacto a personas que se encuentran a kilómetros de distancia también pueden fomentar una gran despersonalización en nuestro contacto con las personas.
Pero, a la larga, estos avances ¿suponen un avance o un retroceso para la comunicación humana?
Susan Maushart, una madre separada neoyorkina residente en Perth, Australia, se hizo la misma pregunta y realizó el experimento de vivir sin tecnología moderna, como en épocas de antaño: durante seis meses en su casa no habría internet, televisión, iPods, teléfonos móviles, ni videojuegos.
Durante esos 6 meses ella y sus hijos redescubrieron placeres simples, como los juegos de mesa, la lectura, ver viejos álbunes de fotos, las cenas familiares y escuchar música juntos.
Su hijo Bill, de 15 años, muy aficionado a los videojuegos, no lo llevo muy mal, llenó su tiempo libre aprendiendo a tocar el saxofón. Al finalizar el experimento decidió vender su videoconsola y ahora estudia música en la universidad.
Su hija mayor Anni, de 18, era ya de por si una gran aficionada a la lectura y no tuvo mayores problemas, cuando realizaba sus tareas escolares acudía a la biblioteca, ya que podían usar Internet fuera de la casa. La hija menor, Sussy, de 14 años, fue la que más resistencia opuso y decidió mudarse durante una temporada con su padre.
Pero la privación electrónica tuvo su impacto de todas formas: Las calificaciones de Sussy mejoraron considerablemente. Maushart escribió que sus hijos "se despertaron lentamente del estado de “cognitus interruptus” que había caracterizado muchas de sus horas de vigilia, y se volvieron mejores pensadores".
A raíz de su experimento, Maushart hizo un cambio importante en su propia vida y meses después regresó a Nueva York con su hija menor. Irónicamente, Maushart mantuvo su trabajo como columnista de un diario australiano como teletrabajadora y se comunica con sus otros dos hijos en Australia continuamente a través de videoconferencia en Skype. En el caso de Sussy, internet suavizo la transición de la mudanza a Estados Unidos ya que usó Facebook para establecer amistad con niños de su nueva escuela antes de llegar.
Podéis leer más acerca de este experimento en el libro publicado en Estados Unidos por Susan Maushart: "The Winter of Our Disconnect" (El invierno de nuestra desconexión).
Supongo que al final, la tecnología en sí misma no debe ser considerada como algo bueno o malo, lo que debemos hacer es analizar el uso que de ella hacemos. Resulta útil cuando nos servimos de ella y nos aporta una ventaja añadida o nos soluciona un problema, pero no debemos sentirnos nunca atados ni esclavizados por ella.