Quién le iba a decir a George Orwell que cuando escribió 1984 a finales de los años 40 se iba a quedar tan corto. Quizás se adelantó en el tiempo, pero su Gran Hermano es un aficionado al lado del actual.
Mucha gente se siente ofendida y amenazada por las recientes revelaciones sobre escuchas y espionaje por parte de determinados gobiernos. No parece razonable que, ni siquiera en aras de la seguridad, se menosprecie uno de nuestros más básicos derechos: el de la intimidad.
A mí no me sorprende que los gobiernos nos espíen. No digo que esté bien, digo que no me pilla por sorpresa. Me ofenden y me preocupan más otras muchas formas de invadir mi privacidad a las que me veo sometida que, para colmo, tiene unas motivaciones mucho más peregrinas que mi seguridad y que, sin embargo, parece que toleramos con más agrado.
Hay tantos ejemplos que no sabría ni por dónde empezar. Podría mencionar ese recelo que me produce ver aparecer, como por arte de magia, tres días después de haber realizado una búsqueda sobre un lugar de vacaciones u hotel, anuncios sobre establecimientos en la misma zona en páginas totalmente distintas. O que tenga problemas para acceder a mi mail estando de viaje por "no encontrarme en mi localización habitual". O que una persona con la que a penas tengo relación me comente una noticia sobre mi vida personal que no he dado prácticamente a nadie porque alguien ha introducido datos o subido fotos mías sin mi consentimiento a redes sociales.
El colmo fué cuando leí el otro día un artículo en el que se decía que ahora Google ha incluido en Gmail un sistema que lee los mails y te avisa, por ejemplo, si no hay adjunto en un correo en el que has escrito algo como "echa un vistazo al archivo que te envío".
Podría seguir, pero creo que no es necesario. El que nunca se haya sentido vigilado que tire la primera piedra.
Da lo mismo lo que hagas. Puedes esforzarte por no comprar por Internet para evitar proporcionar los datos de tu tarjeta de crédito, pero te va a dar lo mismo. Tu número, junto a otros miles de datos ya están en la Red.
Seguramente si alguien recopilase todos los datos que existen sobre ti en Internet esa personas sabría mucho más de ti que tu mejor amigo: datos personales, compras, viajes, salud, fotos, amistades, libros, películas, movimientos diarios.... Todo lo que hacemos, todo aquello que nos interesa, nuestras dudas, nuestros hábitos, relaciones... todo va dejando huella. Una huella que se rastrea y registra.
Podemos estar tranquilos, nos dicen, porque detrás de todo esto no está una persona real. Los datos los gestionan máquinas, no personas. Como me decía el otro día un amigo informático: "Da gracias por ser sólo una línea en una base de datos inmensa. Mientras sigas siendo una línea, puedes estar tranquila". Pues agradezco sus intenciones, pero no me siento mejor.
Todos esos datos, recopilados por los denominados "data brokers", tienen un único fin: conocernos para vender más y mejor. No es más que una nueva forma de estrategia comercial más fina y certera. Su objetivo: conocerte bien para asegurar el tiro. Te voy a vender lo que sé que quieres, lo que necesitas según tus hábitos, lo que te interesa... Y, curiosamente, esta estrategia comercial parece que se acepta mejor que lo relativo a la seguridad, porque nadie protesta. Como mucho escuchamos un: "¡Qué mal rollo!" pero seguido inmediatamente por un: "¡Qué le vamos a hacer!". Puede que sea porque parece que lo hacen por nuestro bien o que, por lo menos, es lo más normal del mundo. Éste es el mensaje que aparecía en una página a la que accedí el otro día:
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Y es que, realmente, poco podemos hacer. No es sólo Internet. Dejamos rastros allá donde vamos: tarjetas de fidelización de establecimientos donde se registra lo que compramos, marcas, cantidades, horarios...; el GPS del móvil que nos mantiene constantemente localizados; los mensajes que enviamos o las llamadas que realizamos a quién, dónde, cuánto tiempo....; los cajeros donde sacamos dinero; cuándo y cómo usamos nuestra tarjeta de crédito... No se me ocurre nada más complicado que intentar desaparecer en pleno siglo XXI.
Porque aunque existe una Ley de Protección de Datos Personales, bien sabemos que "quien hace la ley, hace la trampa" y que las empresas que rastrean, acumulan y gestionan esos datos se han buscado la vida para tener bien cubiertas las espaldas.
Así que tendremos que encomendarnos a quien corresponda para seguir siendo sólo una línea en una base de datos y que ningún día a una persona le dé por reunir toda esa información y usarla para algo que no sea vendernos sus productos o servicios. Quizás he visto demasiadas películas, pero se me dispara la imaginación más allá de donde llegó la de Orwell. Desde luego, la intimidad hace tiempo que la perdimos.